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un estudio sobre adán coprovich

the mask. la posmodernidad

the mask. la posmodernidad

Entendido el concepto que llamamos “posmodernidad” como la crisis del modelo o paradigma cultural de la Modernidad, generando un espacio de luto y deconstrucción que es el vasto y contradictorio horizonte al que nos referimos, creemos que Adán Coprovich se ajusta de pleno con ese nuevo “sentimiento estético”.
Para dicho sentimiento estético, por lo menos en lo que se refiere a las artes, defenderé que ese término se podrá situar allí donde, con Adorno, podríamos creer que, después de Auschwitz, no habría lugar en la cultura para la poesía lírica. Pero expliquemos esto un poco. No se trata de adscribirse a un nihilismo snob, de corte hegeliano, que postule el advenimiento del fin del arte, como tantas veces se ha sugerido aporéticamente, o de la historia del arte o, incluso, la defunción total de la posibilidad crítica. No creo que con dicha afirmación Adorno tuviera la intención de referirse a nada de esto sino, tal y como él mismo intentó aclarar -aunque de un modo no tan explícito como habríamos deseado-, al fin de un proyecto utópico de creencia en las posibilidades de la cultura como forma de transformación del mundo. Es decir, el arte posmoderno es la plenitud de su autoconsciencia como arte, y pone sus limitaciones de sí como garantes, la autoreferencialidad cual paladín. ¿Pero no es toda estética, a su vez, una ética?
Veamos. Al comprender, entonces, que la cultura no conlleva en sí misma la garantía de una superación en el comportamiento humano, y que éste tiene una ilimitada capacidad de barbarie, esa creencia histórica en la razón y en el evolucionismo fue la que se abatió, en una extensión proporcional a la conmoción que sacudió y sacude al mundo contemporáneo. Es por ello que la fragmentación, la referencialidad, la pluralidad de lecturas, la puesta en escena, la ironía o el principio de incertidumbre, por poner algunos ejemplos, forman ingredientes principales del cócktel posmoderno. Así,  cuando en la década de los sesenta aparecen señales, aunque diferenciadas, de una voluntad generalizada de anti-arte, [los artistas] no buscarán su inspiración ni motivo de modelización –a diferencia de lo que parece que está en boga afirmar- en una supuesta energía de las primeras vanguardias. Por el contrario, designadas –en mi opinión, erróneamente- como neovanguardias, al contrario de las demás [las primeras], optimistas y creyentes en las fuerzas del progreso, perfilan más bien un asomo de duda ilimitada, que encuentra paralelo, en lo que respecta a la literatura y a la filosofía, en la angustia casi nihilista de los existencialistas, al igual que, de otro modo, en el absoluto absurdo expresivo que refleja la pérdida del sentido, según se puede leer en Beckett, Cioran o Ionesco, por citar sólo algunos ejemplos. Se trata éste de un motivo propiciado por la voluntad de hacer tabla rasa de las nociones de forma y de estética, por no decir del propio concepto de arte. Y si quisiéramos, pese a todo, insistir en la idea de que tal había hallado inspiración en alguna corriente anterior, la única que al respecto podría nombrarse, con arreglo a una verdad razonable, sería la del Dadaísmo, ya que sólo en la afirmación nihilista de éste podrían tales artistas e intelectuales de la posguerra haber encontrado algún antecedente (1). Y en efecto, volviendo a nuestro terreno, en la poesía actual podemos encontrar esta actitud, por ejemplo en presencia de una nueva sentimentalidad que, después de la Modernidad y el “giro lingüístico”, parece que es precisamente lo que se opone a lo irrepresentable de lo sublime moderno. En otras palabras, es una presencia que alude, no al sentimiento o cosa referida en sí misma, sino al sentimiento que, en realidad, no ha estado nunca ahí: una referencia secundaria, la emoción a pie de página.
Sin embargo, para Coprovich este “sentimiento o estética posmoderna” puede encontrarse anacrónicamente en muchos lugares, porque en definitiva nace de una visión plural de la existencia, de una incertidumbre epistemológica que llega a la ontología. De ahí que, anacrónicamente, ponga de título a esta entrada el nombre de la revista de Gordon Craig, donde éste defendió sus teorías teatrales (2) mediante las firmas de múltiples pseudónimos. De ahí que me acuerde ahora de Pessoa, ya citado, y también del famoso párrafo de Kierkegaard:
Nosotros, muertos del mundo, debemos cultivar el arte de dar un carácter póstumo a lo que creamos; arte que consistirá en imitar el estilo de abandono, el estilo descuidado y fortuito; arte que consistirá en proporcionar un goce que nunca estará presente, pero que contendrá siempre un elemento del pasado; que, por consecuencia, no penetrará en la conciencia más que por algo que ha pasado ya, tal como la palabra póstuma lo indica. (3)
Es ese sentimiento trágico que Kierkegaard definió como angustia, pero una angustia que es, en realidad, reflexión, y que por esto difiere esencialmente del sufrimiento. Una angustia que él llamó “lo trágico moderno”, y tendría razón, por cuanto conforma la ideología reinante de la modernidad, y por cuanto se vuelve vehículo estructural de la Posmodernidad. Pero que cultivan heterodoxos precedentes a lo largo de toda la historia de la humanidad. De este modo, a Coprovich le gustaba aludir anacrónicamente, por ejemplo, a la “posmodernidad” de las glosas de Don Sem Tob. Merece la pena detenerse un momento al punto.
Para empezar se trata de unas glosas a un anterior libro sapiencial. Esto nos sitúa directamente en el marco de la referencialidad y, además, en contra de los estudiosos que precipitadamente adjudican esa referencialidad a la Biblia, Coprovich apoyaba la tesis de García Calvo (4), quien declara, después de manejar un extenso aparato teórico al respecto, y estudiar diferentes hipótesis, que hoy día es imposible asegurar quién es el Libro o el Sabio a quien Sem Tob está glosando, si es uno o varios, si es un compendio ideal de éstos o si, añade Coprovich con su ironía, Sem Tob nos está felizmente engañando y no glosa nada más que a cualquier y toda autoridad moral del pasado.
Sin embargo no se trata sólo de esto. La posmodernidad de Sem Tob se deja ver en otros aspectos sorprendentes para un rabí del siglo XIV. A través de lo que él mismo llama “sermón” (didáctica), potestad que roba al clero, hallamos poco ortodoxas reflexiones sobre el tiempo, que a veces parece ser entendido de forma circular, y a veces de forma bastante enigmática:

El día de yer tanto
alcançarlo podemos,
nin más nin menos, quanto
oy mil años fariemos.

Nin por mucho andar
alcánças’ lo passado,
ni s’ pierde, por quedar,
lo que non es llegado. (vv. 413-16)

También insiste Sem Tob en la necesidad de los contrarios, en que la calidad moral y estética no se valora sino frente a su antinomia.

Nin fea nin fermosa,
en el mundo avés
pued’ omr’ alcançar cosa
si non con su revés. (vv. 437-448)

Non ha piel sin ijadas
nin luégo sin después
nin vientre sin espaldas
nin cabeça sin pies. (vv. 549-52)

Extensamente incide en la variedad y variabilidad humanas, ampliando la idea del hombre desde la pluralidad de afectos, temperamentos y estados de ánimo. No sólo acepta esa mutabilidad como algo consustancial al hombre, sino que llega a aconsejarlo.

Bien atal es el omre:
desque es barruntado
en alguna costumre,
por ella es entrado.

Por aquesto los omres,
por se guardar de daño,
deven mudar costumres
commo quien muda paño:

oy bravo e cras manso,
oy sinple, cras loçano,
oy largo, cras escasso,
oy otero, cras llano;

una vez umildança
e otra vez baldón,
e un tienpo vengaça,
otro tienpo perdón. (vv. 617-32)

Vamos a dejar aquí a Sem Tob, porque ya nos hemos entretenido con él más que suficiente. Pero antes aludiremos a dos aspectos de él que Coprovich señalaba con especial ahínco. Uno de ellos refiere a su noción de Dios. Por supuesto, para Sem Tob hay un Dios (el Dios de los judíos), pero es un dios con un sentido del humor bastante macabro, ya que se ríe sin reparos de la incertidumbre y confusión del alma humana.
Por otra parte, aunque Sem Tob defiende una moral de la aceptación, donde el hombre debe aceptar los caminos de su destino y relativizar las bondades terrenales, él mismo declara que su alma vive un belicoso tormento a causa de una pasión: la envidia; la envidia hacia aquellos que, con menos méritos objetivos, tienen en la vida social más suerte y agasajos que él. En esto Coprovich veía dos cosas. La primera es la capacidad de Sem Tob para, ejemplificando su propia doctrina de la contradicción, variar el tono de su discurso, y así pasar de reflexiones transcendentales a la confesión más íntima. La segunda es la humanidad poética de Sem Tob, su sinceridad y nobleza, ya que esa confesión ancla al suelo la imagen elevada o sublimada que podíamos tener de él; y además, aun siendo chocante esa autocrítica en la totalidad del discurso, como buen poeta, Sem Tob la incluye porque, aunque académica y estéticamente sea una liviandad, era humanamente necesaria.
Por todo esto aquel misceláneo judío de Carrión era llamado “posmoderno” por Coprovich. Para éste, incluso el Cantar de los Cantares, donde Fray Luis glosaba nada más y nada menos que al mítico rey Salomón, y le interpretaba desde una visión cristianizada y moralizadora, tiene evidentes rasgos “posmodernos”: referencialidad, traducción “inductora”. Aunque no llegase a tener como Sem Tob ese “sentimiento posmoderno”, del que hemos hablado, y que Shakespeare (así como la generalidad del Barroco ) expresó así: fair is foul and foul is fair (6). 
También el dadaísta Tristan Tzara lo dijo a su modo:

...encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: LA VIDA. (7)


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Fijémonos en algunos aspectos fundamentales de lo que, según el pensamiento de Adán Coprovich, estamos denominando “posmodernidad”. Uno de ellos, como vamos viendo, podríamos entenderlo como una “estética de la citación”, donde parece que se elude (aunque de veras sea esto una aporía) la responsabilidad como autor de una sentimentalidad propia.
La hegemonía de la duda ejerce su influencia no sólo en el terreno de la razón, sino también en la introspección sentimental: el poeta no afirmará un sentimiento sin cuestionamiento. Las más de las veces los poetas huyen simplemente de plantear verdaderos sentimientos en sus poemas. Se resignan a manifestar sensaciones efímeras, instantes de convencimiento o certezas físicas incuestionables, equiparables a lo que el New Criticism norteamericano supuso a la narrativa. Es una de las razones por las que el poeta se sitúa en los parámetros de la contemplación. Observen esto en el grueso de la  poesía contemporánea (8): al poeta le suceden cosas, y su escritura de detalles es testimonio de esa biografía de mínimos, pero por supuesto ha asumido la imposibilidad de su injerencia en las cosas. Lo objetivo es lo único cierto, lo cotidiano es lo eterno, el poemario es un álbum de instantáneas. Para que el poema sea aún un microcosmos autosuficiente, sólo se haya sinceridad en la fenomenología. Es por eso que la mayoría de las veces se practica un retorcido proceso de creación: el poeta se cita a sí mismo en sus poemas, pero no porque se conozca la fuente en absoluto, sino precisamente para conocerse.
Sin embargo, hay otro tipo de poesía, también para conocerse, pero no para reivindicarse, que nace del principio funcional de simulación expresiva, creador de una emoción otra (Eliot), propia del poema. Cada poema es un fragmento de sí, pero de un “sí” del que se duda, que ya no es afirmación de nada. También el micropoema (9) puede entenderse como el comentario a un poema, como el renunciamiento posmoderno a la construcción de una totalidad (10). Un buen ejemplo de ello sería ese poemario manufacturado de Abel Figueras que imita el formato de los famosos librillos de papel de fumar Smoking, y que se titula De usar y tirar (20 poemillas de amor) o 20 poemillas de amor de usar y tirar.
Por otra parte hay una “estética de la citación” mucho más asumida, más elaborada; y que no se resigna a una fenomenología de mínimos, sino que insiste en la tensión hacia una trascendencia poética, donde su asunción de la máscara rebasa el marco de lo meramente formal o estético. Para hablar de ello nos valdremos de tres libros que Coprovich tenía a mano en su biblioteca.
El primero de ellos es Aullido de licántropo de Carlos Álvarez.
carlos álvarezSe trata de la inventada traducción al castellano de un poeta-personaje, Lawrence Talbot, quien a su vez se desdobla en hombre-lobo; Talbot, hombre de traje gris sin más variaciones que las que impongan en cada momento los dictados de la moda, es, evidentemente, un ser humano más afín a la masocrática mentalidad burguesa (11). Según la técnica del fragmento y el collage, dentro de la más borgiana metaliteratura, se van conjugando las voces del biógrafo y comentarista de Talbot, la narración de las peripecias de éste (en homenaje evidente a los clásicos del género fantástico) y la lírica enfebrecida de un licántropo (manera romántica de insistir en que la creación poética es un aullido, el grito de dolor y de existencia de un ser escindido: escisión entre hombre y bestia del hombre-lobo, al igual que en la literatura antigua se usaba el símbolo del centauro, por ejemplo). Por lo tanto se trata de un libro de poesía típicamente posmoderno. La verdad necesita ser comentada y ser traducida, al punto que el poeta Carlos Álvarez sólo es culpable de la compilación de datos, y se retira, aparentemente, y deja al lector toda la responsabilidad de la conclusión o no de un sentido.
El segundo es Matar a Platón (V. O. subtitulada) de Chantal Maillard. Precedido de dos citas de Deleuze, este estupendo poemario es la reflexión involutiva de un instante, un instante de dolor y muerte. No se quiere refugiar en abstracciones platónicas, sino en concreciones poéticas, y, en efecto, la escritura rodea ese instante, lo acecha, lo multiplica, lo despliega en un juego de espejos, de imágenes, de miradas. Y tal vez al escribirlo lo invente: “pero la herida no, la herida nos precede” (12). Un acontecimiento es narrado secuencialmente, y cada secuencia, ínfima, tiene su comentario a modo de poema reflexivo, emotivo, evocador. El poeta acude a la glosa para reflexionar sobre un algo que le sucede. De hecho, se publicó a la par que otro poema: Escribir, donde, como evidencia el título, Maillard establece las bases de su poética, una poética de la duda sobre la misma poesía, sobre la posibilidad e imposibilidad de la escritura, sobre la falsedad de las palabras, y sobre su necesidad. Una poética posmoderna, en definitiva.

tato
El tercero y último, por ahora, es Cara máscara. Su autor, Álvaro Tato, reparte su alma por igual entre los versos y la escena, pues es dramaturgo, director de teatro y cofundador de la compañía cómica Ron Lalá. En este libro fusiona, más que en otros, ambas pasiones, y se apropia de personajes, oficios y géneros literario-dramáticos para incidir en una reflexión sobre las múltiples máscaras de la identidad. Palabra disfrazada de palabra (13), como él dice. Estética de la citación (más velada, más enamorada y asumida), manipulación interesada del estrofismo, de la rima, de lo visual; que nos sitúa el conjunto en un tiempo indefinido, entre clásico y moderno, y con una extraña sensación de sinceridad precisamente por la manifestación de ser sólo falaz engaño y burla premeditada del autor. Mucho más sincero que la mayoría de los poetas confesionales (14). Un poemario malabar que no huye del efecto sorpresa, circense, donde no se oculta el cariz de mecanismo y de juego, de convención artística y polifonía, de la creación posmoderna, pero de una posmodernidad autoconsciente, elegida y cultural, como la forma más legítima de narrar una contemporaneidad que se caracteriza por su carnaval fragmentado y rizomático.

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En la vida cotidiana pocos modos de comunicación escapan de la fragmentación. El noticiario es una poética de la citación, de citación a la noticia, basada también en la mezcolanza de situaciones y tonos. La publicidad, ya de por sí fragmentada, se intercala en casi todos los ámbitos de la vida. Una conversación cualquiera no sólo es cambiante por sí misma en cuanto a registros e intensidades, por ejemplo, sino que está siempre entrecruzada por impactos externos y ambientales. Incluso nuestra forma de discurrir dista mucho de ser lineal: mientras pensamos en una abstracción filosófica solemos también acordarnos de los asuntos más banales. A cada momento nuestra concentración va saltando de una cosa a otra, va y viene, haciendo que se yuxtapongan las cuestiones principales con los subtemas, la escucha con la reflexión, la autoconciencia con la conciencia del otro. Etcétera.
En lírica, seguramente el poema fundacional de esto que venimos llamando “sentimiento posmoderno” sea La tierra baldía, especialmente por el uso dramático de la fragmentación, que Eliot supo componer con mano maestra:

¿Qué son las raíces que se arraigan, qué ramas crecen
de entre estos escombros pétreos? Hijo del hombre,
no puedes decir, ni imaginar, porque sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol palpita,
y el árbol muerto no abriga, el grillo no consuela,
y en la piedra reseca no hay murmullos de agua.
(15)

En efecto, aparte de los cortes que Pound sugirió, en Eliot encontramos por vez primera la conciencia (16) de que la fragmentación es la manera más lícita de narrar el texto de la actual realidad. Aparecen en él alusiones literarias desmigajadas, mezcla de dialectos y registros lingüísticos, como trozos de una cultura deshilachada. Pues para él, como para tantos otros supervivientes de la primera guerra mundial, el mundo quedó fracturado, y sus piezas no volverían nunca a encajar completamente. Por eso Eliot se decide por el fragmento, por recoger los pecios de la cultura occidental e intentar, como luthier obstinado, que el mundo pueda recomponerse con eso, y volver a sonar. Son los trozos de obras de arte que quedan después de la catástrofe, y así empieza el poema, pero finalmente Eliot propone una solución para el futuro, basada en la vieja filosofía budista de la India (17). A los ojos de la actualidad (18) no hay tal futuro, y sólo queda aprender a vivir entre las ruinas.
Sin embargo, para Coprovich fue mayor el impacto que le provocó un libro de Dylan Thomas: Bajo el bosque lácteo. Se trata en realidad de un guión radiofónico escrito en 1954, por lo que pide otra suerte de lectura al habitual, y como libro poemático exige una percepción distinta. Se trata, según sus palabras, de un “drama o comedia para voces”. Destaquemos esa duda tan posmoderna entre drama y comedia, así como la multiplicidad de voces y de alusiones, con especial influencia de Blake y Joyce; y que es una escritura llena de cambios rítmicos y dramáticos, fracturas, superposiciones de planos, innumerables juegos léxicos o fonéticos, y con una amplia acumulación de dialectos y registros, desde el lenguaje obsceno al más platónico. Es, desde luego, una literatura para ser escuchada.
No puedo dejar de citar al menos la forma sincopada que Francisco Pino revela en sus últimos libros, y cómo algunos (Y por qué y Hay más) fueron determinantes para el hacer coprovichiano. Sin embargo, para esta cuestión remito al fantástico estudio de Manuel Vilches sobre el tema, Semisuma de un sentir: Francisco Pino y Adán Coprovich.
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Si hay un concepto filosófico indisolublemente ligado a la Posmodernidad, ese sería sin duda el “rizoma”, hasta el punto de no saber qué se gestó antes, si el huevo o la gallina. Merece la pena, pues, detenerse un poco.

rizoma
Esta noción, que Deleuze y Guattari roban de la botánica, se opone a la del árbol, la cual ha servido como metáfora del cosmos en su conjunto, y ha sido omnipresente en todas las tradiciones culturales. Esta estructura arbórea es la expresión de una lógica binaria, dicotómica, que opera por divisiones sucesivas y genera una estructura ramificada, jerarquizada. Por contra, el modelo que el rizoma propone permite pensar en una multiplicidad democrática, caótica y espontánea.
Un rizoma en lingüística, por ejemplo, pone en conexión cadenas semióticas con las organizaciones de poder, mostrando la heterogeneidad fundamental de la lengua, que aparece socavada internamente por sublenguas minoritarias que actúan como parásitos de la lengua principal, como vimos en Eliot o en Thomas. Además, una obra literaria de tipo rizomático hará hincapié, como sucede también con estos ejemplos, en la expresión de su conjunto; pone su acento más en la línea profunda que relaciona, que en los puntos relacionados, siguiendo así la lógica estructuralista, centrada más en las relaciones que en los elementos aislados. La unidad se muestra dominada por la multiplicidad. Frente a la simplicidad del yo, definido esencialmente por la interioridad, la multiplicidad se expande siempre, a través de líneas de fuga que la desequilibran y la conectan con otras multiplicidades. Por eso el rizoma huye de la dualidad Uno / Múltiple, ya que no está formado por unidades, sino por líneas, flujos orientados; además no tiene comienzo ni fin, está siempre en un medio que se extiende y desborda continuamente; se presenta como un mapa, susceptible de varios usos y lecturas; y es, por último, un sistema descentrado, no jerarquizado ni controlado por una memoria central.
Para entender la creación literaria de esta manera, hemos de revisar la relación mundo-autor-obra, entendida como la realidad, el sujeto y la representación, y tratar de relacionar en una multiplicidad heterogénea fragmentos de la realidad con intenciones deseantes del autor. El libro no se relaciona con un objeto, el mundo, al que pretende reproducir, ni con un sujeto, que lo produce, sino con ambos y ninguno de igual manera, de forma que se presenta como un sistema complejo en relación abierta con el exterior (19). De esta manera la literatura es siempre experimental, no reproductiva. De todas formas el rizoma es una noción que, en literatura, permite una tendencia, un modo de hacer, más que una aplicación radical, pues evidentemente eso llevaría a una fabricación de calcos, precisamente contraindicados por la misma idea de rizoma. Sin embargo, es de gran interés para denunciar la conexión que existe siempre entre los distintos enunciados y los sistemas de poder que los utilizan (20). Por eso la forma más democrática de escritura (21) es la de un “Elige tu propia aventura” o un diccionario: véase una obra posmoderna de gran influencia, el Diccionario jázaro de Pávic. Y es fácil entender cómo un libro de poemas (no lineal, celular, etc.) tiene de por sí más cercanía al sistema rizomático de relaciones que cualquier otro género literario. Además, por su misma estructura, es fácil entender cómo  un libro de poemas tiene de por sí más facilidades para la pluralidad de lecturas y recorridos, para ser la obra total e interminable. Pero permítanme una divagación general y final, a hombros de García Montero:

Nada hay más útil que la literatura, porque ella nos enseña a interpretar la ideología y nos convierte en seres libres al demostrarnos que todo puede ser creado y destruido, que las palabras se ponen unas detrás de otras como los días de un calendario, que vivimos, en fin, en un simulacro decisivo, en una realidad edificada, como los humildes poemas o los grandes relatos, y que podemos transformarla a nuestro gusto, abriendo o cerrando una página, escogiendo el final que más nos convenga, sin humillarnos a verdades aceptadas con anterioridad. Porque nada existe con anterioridad, sólo el vacío; todo empieza cuando el estilete, la pluma, las letras de la máquina o del ordenador se inclinan sobre la superficie de la piel o del papel para inaugurar la realidad, así, del mismo modo que se inclinan sobre el mundo las manos de los que pueden y quieren escribir su historia.
Decía Escoto Erígena que las Sagradas Escrituras guardan un número infinito de sentidos y las comparaba con el plumaje tornasolado de un pavo real. Es la misma sensación que a mí me asalta cada vez que penetro en las bibliotecas donde se almacenan los humildes libros no divinos y cruzo el desordenado colorido de sus estanterías, los pasillos largos y enigmáticos como un argumento inacabable
(22).

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Destaquemos, por último, algo que venimos deduciendo: hay una velada y ambigua, pero evidente, “ética posmoderna”. Una de sus formulaciones podría adjudicarse a Simone de Beuvoir: Para alcanzar su verdad, el hombre no debe procurar disipar la ambigüedad de su ser, sino por el contrario, aceptar realizarla: sólo vuelve a encontrarse en la medida en que consiente permanecer a distancia de sí mismo (23). Es decir, la búsqueda de la distancia consigo mismo, el citarse (o re-citarse) a sí mismo, aceptando las contradicciones, los registros dispares, la volubilidad y multiplicidad. Características todas ellas de una nueva noción de Belleza, anti-clásica, que inauguran realmente los románticos. He aquí una expresión de esto, en el poema “Venus Anadiomena” de las Iluminaciones de Rimbaud, uno de los poetas que más firmemente sigue influyendo hoy día:

Las caderas llevan grabadas dos palabras: CLARA VENUS.
Y todo este cuerpo menea y ofrece su ancha grupa
odiosamente bella a causa de una úlcera en el ano.


Esta aceptación de la contradicción consustancial al ser humano es lo que vimos también en Sem Tob, y en él encontramos también la duda sobre el lenguaje, propia de una posmodernidad heredera de la Escuela de Frankfurt, como en su espléndida “Trova del no”:

Las gentes han acordado
de despagarse del NON;
mas de cosa tan pagado
non só yo commo del NON,

del día que preguntado
ov’ a mi señor si NON
avía otro amado
sinon yo, e dixo “NON”. (24)

Y es que la posmodernidad quiere reflejar lo humano en toda su extensión, sin obviar que eso es un imposible, que toda obra es sólo un fragmento más del todo. Sin embargo, sí es importante señalar que en su trayecto ha dejado abolidas viejas presunciones, como  por ejemplo la dicotomía entre poesía y practicidad. En el estudio-prólogo al libro de Sem Tob, García Calvo lo explica así:
La relación entre la moral (o la política, o, en general, la práctica de la vida) y la poesía es un problema acuciante siempre: pues de algún modo la ideología dominante ha desarrollado la noción de que hay una especie de contradicción entre poesía y práctica. Es sobre todo la tradición romántica la que ha acabado de asentar la idea: el poeta como ser etéreo, que desde las nubes –o más: desde la luna- mira el mundo de los negocios con un desprecio correspondiente a aquél con que el mundo de los negocios lo trata a él; o el alma delicada, a la que hiere y acongoja cualquier roce con las llamadas realidades; o en fin, en caso de que el poeta sea al mismo tiempo, por ejemplo, un oficinista, reinará en su alma la duplicidad y el antagonismo más flagrante. Así “poesía” había venido a ser uno de los nombres más usuales para hablar de lo no práctico, y hasta tal punto el verso mismo se sentía a contrapunto con el ritmo de la rutina cotidiana que se llegaba a acuñar como reveladora locución la de “la prosa de la vida”. (25)
Encontramos, entonces, que la asunción de la complejidad y de la contradicción, así como la obra poética no desvinculada de la “prosa de la vida”, se erige como una ética no inductiva (26) sino deductiva, una ética que acepta las incongruencias junto con las sublimidades, los errores junto con los aciertos. En definitiva, una ética que pone toda su fuerza en un fuerte sentimiento de relatividad. Todo es relativo, relacionado, interconectado. Por lo tanto es una ética de la responsabilidad, sí, pero que no considera al individuo como un ente aislado, sino plenamente injerto en una cultura y en una sociedad, y con un mundo psicológico variable e influenciable. Una ética que, en la obra artística, respeta al máximo la creación de sentido inherente al receptor, hasta el punto de encontrar a un autor tendente a su propia desaparición. De este modo, la realidad entera y, por ende, el ser humano  posmoderno es, entonces, una construcción, más compleja que lo que una obra unitaria podría reflejar. De esta idea de “construcción” se deducen la idea de las máscaras, y también el sentido del humor e ironía posmodernas.
El ser humano es un ser relativo, un cúmulo mutable de tensiones e intereses, tal vez ocultos para nosotros mismos, donde además opera un sistema social invisible que, a su modo, conecta conceptos, emociones, valores y creencias, formando así una estructura que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en superficie, resultan inconexos. Por eso la literatura posmoderna, sin zafarse de ser una herramienta de conocimiento del ser humano, sino todo lo contrario, amplia los horizontes de éste, da señas de su identidad, más complejas pero más determinantes. Una identidad relativizada o, lo que es más, una relatividad que es precisamente su identidad definitoria. Una identidad que hace único al ser humano, y cuya construcción más conseguida es el lenguaje. El lenguaje altera radicalmente las posibilidades de la inteligencia. Lo que creamos, especialmente el lenguaje, nos crea. El mundo simbólico actúa sobre el sistema neuronal del que procede y al que cambia. Nos ha hecho más libres porque gracias al lenguaje dirigimos nuestro comportamiento, y la ética posmoderna ha roto las fronteras de un mundo compartimentado. Como dijo Gombrowicz, en su famosa carta Contra los poetas: En efecto, ningún poeta es exclusivamente poeta, sino que en cada uno de ellos existe también el no-poeta, el que ni canta ni ama el canto... ser hombre es algo más amplio que ser poeta.

  (1) Art. B. Pinto de Almeida, La Posmodernidad: entre las décadas de 1960 y 1980, Arte Y Parte nº70, 2007.

  (2) Coprovich admiró siempre el trabajo de Gordon Craig, sus teorías de la luz y de las sombras, la “supermarioneta”, su teatralidad y sublimidad; y le citaba a menudo: Sólo podemos hablar de la esencia del hombre a través de su máscara.
  (3) Kierkegaard, Antígona, Renacimiento, 2003, pág. 49.
  (4) Introducción a Don Sem Tob, Glosas de Sabiduría o Proverbios Morales y otras Rimas, ed. A. García Calvo, Alianza Editorial, Madrid, 1983; de donde extraemos los ejemplos.
 (5) Esta relación entre el Barroco (donde la vida es sueño), especialmente el español, y la Posmodernidad (donde la Cultura es sueño), excede los límites del presente trabajo. Pero no podemos dejar de citar al menos un ejemplo. Valga este cuarteto pessoiano de Gabriel Bocángel: Canté el dolor, llorando la alegría / y tan dulce tal vez canté mi pena / que todos la juzgaban por ajena, / pero bien sabe el alma que era mía. (Cfr. La lira de las musas, Cátedra, Madrid, 1985.)
 (6) Macbeth I 1,11
 (7) Manifiesto dada, 1918.
 (8) Hablaremos sobre la cargante omnipresencia de la poesía confesional.
 (9) El “micropoema” tiene gran éxito actualmente, ya sea en forma de haiku, de poesía visual o de esa manera que Coprovich llamaba “tipo slogan”: un chispazo de ingenio, un arte de shock muy parecido a la fórmula publicitaria, y muy adecuado para una lectura veloz. Recordemos que La Luz Roja lleva varios miles de ejemplares vendidos de Micropoemas de Ajo, y seguramente le debamos a ella la popularidad del término “micropoema”.
  (10) Hablaremos, incluso, de poemas invisibles.
  (11) C. Álvarez, Aullido de licántropo, Ocnos, Madrid, 1975, de “Advertencia del traductor al castellano”.
  (12) C. Maillard, Matar a Platón, Tusquets, Barcelona, 2004, extracto de la solapa.
  (13) Á. Tato, Cara máscara, Hiperión, Madrid, 2007.
  (14) Hablaremos de ello en Palabra sobre palabra.
  (15) T. S. Eliot, La tierra estéril, Visor, Madrid, 2009.
 (16) Famosa sentencia de Eliot: “Poetry is an escape from emotion”, en The Varieties of Metaphysical Poetry, Faber & Faber, London, 1993.
  (17) Todo ello nos recuerda otro libro, muy apreciado por Coprovich : Fragmentos de un libro futuro, del magnífico poeta español José Ángel Valente.
  (18) Somos aún herederos del nihilismo postatómico.
  (19) Puede ayudar a la comprensión, aunque con matices, la entrada ¿Qué hacer con el caos?
  (20) Ver la lingüística chomskiana, donde el símbolo categorial S que aparece como origen de todos los árboles sintagmáticos opera más como un marcador de poder que como un marcador sintáctico.
  (21) En papel, pues la electrónica y la informática, así como antes lo oral y performático, han abierto vías experimentales de no dominación lingüística, basadas en la simultaneidad, aleatoriedad, etc.
  (22) L. García Montero, conferencia leída en la Biblioteca de Andalucía, Granada, el 23 de abril de 1992.
  (23) S. de Beauvoir, Para una moral de la ambigüedad, Schapire, Buenos Aires, 1956.
  (24) Op. cit, pág. 156.
  (25) Op. cit, A. García Calvo, de la Introducción.
  (26) Ya vimos cómo la Posmodernidad rechaza las posibilidades de una obra artística para la transformación directa del  mundo.

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